El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia de la Lengua define la palabra “carajo” como altisonante y le da el significado de “miembro viril”.

Hay otras acepciones que se relacionan con la jerga que utiliza la gente del mar. El carajo era la parte más alta de los mástiles de los barcos, desde donde podían hacerse tareas de vigilancia. Por su ubicación (altura, principalmente),  era considerado como un castigo el que a alguien se le enviara ahí, lejos de cubierta y de la seguridad de estar a resguardo en caso de tempestades o del sol.

Con el paso de los años, la palabra se ha vuelto de uso cotidiano cuando se trata de proferir un insulto menos rudo que sus sinónimos, al oído de personas que no acostumbran usar esas expresiones en público.

Mandar a alguien o algo al carajo, según puede entenderse ahora, es enviarlo directamente muy lejos. O sugerir algún tipo de relación ( cualesquiera que sea), con la visita a un miembro viril (¿).

Esto que pudiera parecer una expresión bastante coloquial y prosaica propia de alguien bastante ordinario en su trato con los demás y en su conducta social, fue una expresión -más que un exabrupto- del presidente López Obrador hace unos días.

Sumamente molesto por el cuestionamiento acerca de la eventual visita a los familiares de las personas que murieron en el derrumbe del metro en la Ciudad de México, López Obrador dijo que exhibirse en fotografías o vídeos con las víctimas no era su estilo. Que era algo “de los conservadores”.

“Al carajo”, dijo sin empacho, para tratar de justificar su falta de empatía con las víctimas de esa tragedia, como tampoco la ha tenido con los padres de los niños con cáncer a los que su gobierno dejó sin medicinas. O con las mujeres violentadas, con quienes han perdido seres queridos en este que es ya, el gobierno más violento de las últimas dos décadas.

El caso retrata lo que en el fondo quiere López Obrador: Mandar al carajo a quienes le cuestionan, le señalan o le exigen, porque al fin y al cabo, él es el Presidente. Como si eso le diera la condición de ser infalible.

Hace unos años, cuando perdió por primera vez las elecciones presidenciales en 2006 (¡15 años ya!), López Obrador dio algunas señales de lo que en realidad es, de lo que piensa y de lo que es capaz de hacer, que muchos no vieron.

“Al diablo con sus instituciones”, lanzó rabiosamente ante un contingente de seguidores que le acompañaban en sus protestas tras la derrota.

El López de entonces no había aceptado la decisión ciudadana y culpaba al entonces IFE y a otras instancias, de estar del lado de Calderón, el ganador de los comicios.

Esa expresión debió ser una luz de alerta para quienes años después le dieron el beneficio de la duda, fueron consecuentes con él y creyeron que había madurado. Los hechos, hoy que es Presidente con poder casi absoluto, demuestran que sólo tamizó su discurso, aunque en el fondo es el mismo.

Como sea, si hace 15 años mandó al diablo a las instituciones que no secundaron sus intenciones,  hoy que tiene el control de las Cámaras de Diputados y de Senadores, que se quiere apropiar de la Corte vía la cooptación al ampliar el mandato de su presidente, quiere mandar al carajo a quienes le piden ser empático con víctimas de una tragedia provocada por la negligencia de protegidos suyos, que son además figuras destacadas de su partido.

No es para reír ni celebrar la expresión del Presidente. Debe preocupar la ligereza y el tufo de intolerancia, de autoritarismo, de molestia que reflejó.

Debe servir, también, para aclarar dudas a quienes aún las tengan, para reafirmar convicciones sobre el sentido de su voto o para decidir, si aún lo están pensando.

Mandar al carajo lo que López Obrador considera propio de sus acérrimos “Los conservadores” debe ser algo que en su fuero interno anhela hacer, pero la corrección política no lo deja.

Pero, aprovechando el viaje y la oportunidad que desde Palacio Nacional se ha dado,  no van a faltar quienes también quieran mandar al carajo al partido del gobierno y a sus satélites.

SE FUE ROMERO DESCHAMPS. ¿Y LOS DEMÁS?

Si el nuevo régimen quiere realmente combatir la corrupción sindical y hacer justicia a los trabajadores que han sido abusados en sus derechos por parte de los dirigentes, debería ir a fondo en el Sindicato Petrolero.

Aunque oficialmente Carlos Romero Deschamps ya no está en la organización, conservó todos los privilegios de los que gozó durante décadas de colusión con los gobiernos del PRI, del PAN y ahora de Morena.

Además de recibir más beneficios que el promedio de los trabajadores de Pemex, Romero Deschamps se fue sin ser molestado por alguna investigación.

Pero no es todo: Como si existiera un pacto tácito de protección e impunidad, los secretarios generales de las secciones del sindicato de Pemex siguen en sus cargos, a pesar de haber llegado ahí con la complacencia del ex dirigente. Si los recursos se manejaban con discrecionalidad en la cúpula nacional, imaginen nada más lo que sucede en las secciones locales, sin nadie que les pida cuentas.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí